domingo, 10 de octubre de 2010

Ciudad


  (imagen: El jardín de las delicias de Hieronymus Bosch) 



La bulliciosa ciudad se convierte en el mejor lugar para perderse cuando uno no quiere encontrarse, donde mostrarse a los ojos del que no mira o del desconocido y mudo viajero con el que cruzaste tu mirada unos pasos atrás, es como un juego de niños. Al humano anónimo no se le da valor ni merito y toda curiosidad que florezca se consume de forma espontánea. Así que tras la esquina o en medio la plaza desparramo mi locura y me sumerjo luego en ella, navego en el mar de calles y solo tomo aire en los peores lugares, convirtiendo mis pasos en embriagados trompicones sin el más mínimo rubor. Solo me estremezco en escasos suspiros de lucidez, donde mi actitud se torna disparatada y desacertada, ya que tranquila y descalza se pasea en las negras arenas movedizas de la sociedad, donde se cree invisible y se hace fuerte. En esos instantes me siento un kamikaze sin diana, una chispa escupida por una hoguera avivada, me pierde el descontrol y tarde o temprano volveré a deambular sin rumbo. Pero de repente unos ojos se cruzan con los míos rompiendo la ley del silencio de un solo golpe y abordando mi interior, sin permitir defensa ninguna, pasea desnudo y sin tener rumbo. Quizás no encontraré el mejor ejemplo en él, ni el guía para hallar el mejor camino, pero si se convirtió en el perfecto espejo donde poder ver lo miserable de mi vida y como escupo mis tripas en la soledad.

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