(imagen: El aquelarre Francisco de Goya  - 1797)

Cuando el negro dolor se une a mi impotencia para mordisquear mi conciencia, la razón se agota y consume en busca de la escurridiza venganza. Esta, al mantenerse inalcanzable tras el telón que esconde el profundo pozo que retiene mi alma, provoca que mis entrañas ardan, que mi rencor crezca haciéndose indigesto, que mi rostro se agriete por la sequedad de mis mejillas. Debo tener fe en que mis brazos podrán alcanzarla antes de que mi mente desbocada se consuma esperando su desdicha, se agote deseando su peor sufrimiento o se desvanezca antes de admirar su muerte.

El tiempo no es bálsamo de mi pena y despierto cada día con el sabor amargo del herido impregnado en mi piel, sin levantar la cabeza frente al espejo evitando ver el reflejo de un perdedor, intentando limpiar mi alma entre los vapores de la caliente ducha. No solo me has robado a un ser querido sino que me has castigado para toda la vida, ahogándome en cada esquina con el recuerdo de ese día, condenado a apretar fuertemente los ojos creyendo que al abrirlos se desvenacerá la pesadilla.

Pero ya no soy el de antes, ahora ando desnudo de paz por las calles, luciendo rabias y fobias por los cuatro costados. Mis palabras ya solo se oyen cuando las disparo acompañadas de malos gestos, y con ellas corren los incautos e incrédulos incapaces de ver el infierno invisible en el que viven. Ahora en mis sueños me aclaman y alzan como bandera, me nombran rey del país del castigo, donde la justicia se decide en las plazas, donde se paga al malvado con la misma moneda, donde el perdón se aplasta con la muerte.